GOOD DRINKING SOONG
Quería escribir algo sobre esto, pero lo he olvidado. Y quizás lo he olvidado porque ya he escrito sobre ello en otras ocasiones, o he estado a punto de hacerlo, o he creído hacerlo y en realidad estaba escribiendo sobre otra cosa. La dificultad de este asunto, una vez más, radica en su carácter de objeto cercano; y hablar sobre un objeto cercano, en este preciso momento, me provoca serias dificultades. Además, no siempre está uno obligado a describir determinadas sensaciones. Todo está en la superficie, a la vista de todos, y uno no tiene más que ofrecer un rostro, un texto, un simulacro, y dejarse llevar por su estado de ánimo. Ustedes no ven la imagen física que toma estas decisiones: no pueden verla; pero, como sucede en el encuentro entre dos desconocidos: pueden hacerse una idea aproximada; la primera impresión es la correcta. Hoy escribo con la mano izquierda (la mano derecha atada a la espalda) y me gustaría escribir una frase brillante. Dylan Thomas, por ejemplo, poco antes de morir, dejó una de esas frases que uno apunta en su cuaderno de notas, con letras mayúsculas, y que no se olvida fácilmente: “He tomado dieciocho whiskies seguidos –dijo el bueno de Thomas-, creo que es un buen record”. ¿Seré yo capaz algún día de exclamar una frase tan limpia como ésta? Pero, en realidad, este asunto no trata de Dylan Thomas. Por cierto, ¿saben ustedes quién fue Derek Jarman?
La otra noche, en un bar de copas, entre copa y copa, intenté introducir en la conversación un tema en relación a la filosofía. Al instante, un tipo con cara de psicópata que tenía a mi lado giró su cuello con violencia y volvió hacia mí sus ojos, extrañado, como si estuviera observando a un marciano. “¡Filosofía! -exclamó con desagrado-; es la literatura más asquerosa que puede caer en tus manos”. “¡Y Nietzsche –concluyó abriendo exageradamente la boca-, ese es el peor de todos!”. El tipo bebía de una pócima rojiza, anegada en hielo, y alternaba excitados gestos y tics nerviosos. Luego me comentó no se qué de Freud, de un cortocircuito en la mente, de los presocráticos, de Aldous Huxley; pero nada que me resultara comprensible. Pensé entonces en decirle (fue lo primero que se me vino a la cabeza) que el filósofo no pertenece a la comunidad (¡afortunadamente!, me dije: de alguna manera, yo estaba a un paso de escaparme), pero la música del local ahogaba ya las voces. Decidí apagar el cigarrillo, apurar mi vaso, y abandonar el garito. Afuera, las últimas lluvias de la tarde habían dejado en la atmósfera un ambiente húmedo y frío. La oscuridad me devolvió la calma y sentí ganas de caminar por el barro. Fue entonces cuando recordé al marciano de Derek Jarman; Wittgenstein, de Derek Jarman, pensé entonces, es una verdadera obra de arte.
En una escena de la película de Jarman, el niño Wittgenstein (Clancy Chassay) conversa con un marciano verde. “Dime cómo estás buscando –exclama el marciano- y te diré qué estás buscando. Una pregunta, ¿cuántos dedos tienen los filósofos en los pies?”. “Diez”, contesta Wittgenstein. “¡Fascinante! –le responde el señor verde-. Igual que los humanos”. “Los filósofos son humanos –acierta a señalar Ludwig- y saben cuántos dedos tienen en los pies”. “¡Vaya! –concluye el marciano-. Entonces, ¿los marcianos no podemos ser filósofos?”.
Ya en casa, pensé en escribir algo sobre esto, pero caí en la cuenta de que lo había olvidado. Y quizás lo había olvidado porque ya había escrito sobre ello en otras ocasiones, o había estado a punto de hacerlo, o había creído hacerlo y en realidad había escrito sobre otra cosa. Al tipo del bar de copas, pensé, no pueden describírsele ciertas situaciones sencillamente porque éstas ya están a la vista de todos. Al principio del filme de Derek Jarman, el niño Wittgenstein, mirando fijamente a la cámara, exclama: “Si la gente no hiciera tonterías de vez en cuando, nunca se haría nada inteligente”.
Yo ahora limpio mis botas de barro y leo en la oscuridad poemas de Dylan Thomas.
Aunque, ahora que caigo, este asunto no trata precisamente de Dylan Thomas.
(“Había una vez un joven que soñaba con reducir el mundo a la lógica pura. Como era un joven muy inteligente, lo consiguió. Cuando hubo terminado, se quedó admirando su trabajo. Era precioso. Un mundo limpio de imperfecciones e indeterminaciones. Una infinita extensión de hielo brillante hasta el horizonte. Entonces el joven decidió explorar el mundo que había creado. Dio un paso adelante y se cayó de espaldas. Había olvidado la fricción. El hielo era liso, llano y sin manchas, pero no se podía andar sobre él. El joven listo se sentó y lloró lágrimas amargas. Pero con el tiempo se convirtió en un anciano sabio, y comprendió que la irregularidad y la ambigüedad no son imperfecciones, sino que son lo que hace que el mundo gire. Quería correr y bailar. Y todas las palabras y cosas desparramadas por el suelo eran ambiguas y estaban abolladas y deslustradas. El sabio anciano entendió que las cosas eran así. Pero algo en él seguía echando de menos el hielo, donde todo era radiante, absoluto, implacable. Aunque le acabó gustando la idea del terreno irregular, no podía vivir allí. Así que se vio abandonado en una isla entre la tierra y el hielo..., ajeno a ambos. Y ésta era la causa de sus penas”.
Wittgenstein, de Derek Jarman. Guión de Derek Jarman, Ken Butler y Terry Eagleton.)
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